miércoles, 17 de noviembre de 2010

Un millón de años en el infierno

Apenas tenía 10 años y cursaba quinto de primaria cuando sentía tal vez el miedo más grande de su vida.
Aproximadamente a finales del 2004, estaba aún en el colegio cuando empezó a sentir un dolor realmente fuerte en su estomago, salió de clase y advirtió a su profesor sobre lo que le ocurría sin obtener el resultado que esperaba, pues al pensar que era un dolor común y corriente y no tan fuerte, lo devolvió al curso normalmente.
Al salir de clase a las 4:30 de la tarde, afuera del colegio lo esperaban sus amigos para ir a jugar como cotidianamente lo hacían, pero el dolor aumentaba más y más, y por ello decidió sin decir ni una sola palabra, irse para su casa a pie y completamente solo, aunque realmente no quedaba muy lejos, tan solo era pasar unas cuantas cuadras y llegaría a su portería, donde el celador al verlo bastante pálido y con una mala cara, le pregunto que era lo que le ocurría mientras le mostraba con un gesto que no había nadie en su casa.
Él, al sentirse cada vez peor, se empezó a desesperar y le pidió al celador que llamara a su mamá o papá con el fin de llevarlo al hospital, pero lastimosamente no tenía el número de ninguno de los dos, por lo que le aconsejó que se siente en una vieja silla en la que el portero descansaba su laborioso día. Se sentó, recogió sus piernas hacia él y puso la cabeza entre ellas prácticamente gritando del dolor.
Dentro de la media hora más larga de su vida llegó su madre del supermercado por lo que venía con varias bolsas en las manos; Juan José pidió que las dejase en la portería y que fueran al hospital inmediatamente pues el dolor se tornaba cada vez más insoportable, su mamá empezó a preocuparse y subió al apartamento a darle una pastilla común para el dolor de estomago, y al ver que no le hacia efecto en más de una hora, decidió llevarlo a urgencias.
Al salir, su madre revisó afanadamente si llevaba el carnet y los estorbosos papeles necesarios en su cartera, paró un viejo taxi que pasaba en ese momento y le rogó que “volara” hacia “Saludcoop EPS” donde sería atendido.
Cuando llegaron, la cara de Juan José se preocupaba mucho mas al saber que antes de él había unos siete pacientes aproximadamente esperando el mismo turno, pero de algo si estaba completamente seguro, y era que ninguno de ellos sentía lo que para Juan José era el peor dolor existente en el mundo. No había más que hacer, solo restaba esperar hasta que ese largo tiempo transcurriera entre ese instante y lo que se demoraría en llamar su nombre.
De repente, suena aquél fastidioso parlante, anunciando que era su turno; entró al consultorio, donde un amable medico lo atendió, sin embargo el dolor era tal, que su amabilidad pasaría a un segundo plano, pues lo único que en ese momento quería era que le den una “pastilla mágica” que desapareciera por completo aquel terrible sufrimiento, pero obviamente eso no era posible, pues al diagnosticar su padecimiento, con una delicada voz dijo: “su hijo tiene apendicitis, y temo decir que es necesaria una pronta cirugía”.
Juan José describe que esas palabras invadieron absolutamente todo su cuerpo y que el temor no cesó hasta muchos días después, ya que estaba en juego su vida.
Sin pensarlo demasiado, la mamá aceptó que se le practique esa cirugía inmediatamente, de esta manera pidieron que se quite la ropa y se pusiera una bata para la operación, que esperara en la sala de cirugías y no hiciera mucho esfuerzo.
Cada minuto que le obligaban a esperar, era como vivir “un millón de años en el infierno”-menciona Juan José-y dice que veía como pasaban uno a uno cientos de pacientes, unos al borde de la muerte, otros tantos con un simple malestar y él en una oxidada silla junto a su madre y llorando por lo que sentía en su interior.
Suena nuevamente el altoparlante, llamando a los enfermeros y al cirujano, y sin mencionar nada, dos enfermeros rápidamente lo acuestan en una camilla y lo llevan entre muchas puertas de vaivén hacia la entrada de un salón que –con algunas letras sin prender- decía: “Quirófano”; al entrar, el cirujano pregunta sobre lo que atenderá, como si se tratara de un animalito cualquiera, los enfermeros en “extraños términos” le dicen que tiene apendicitis, y que era necesaria su extirpación, el médico pide que lo acuesten en la camilla y con una unísona cuenta de tres lo levantan en la sabana que traía debajo de él.
La luz blanca cegaba sus ojos y solo podía ver cuando el médico pasaba su gorro frente a ella, con esa mirada penetrante entre el tapabocas y el gorro que lo hacían atemorizar aun más. Con una voz bastante ensayada le dice que todo saldrá bien, y que no hay porque temer, que no es algo muy grave, por lo cual intenta relajarse un poco. El médico pide que sostenga sobre su boca ese aparato que sirve para oxigenar, y poco a poco se fue adormeciendo hasta que sus ojos se cerraron completamente.
Al despertar, se encontraba junto a su madre aún en el hospital y le dice que no hay problema, que todo había pasado, que ya no había de que temer, pero este miedo volvería cuando después de unas cuantas semanas se enteraría que iba a ser operado de nuevo, pues lo que realmente tenía era Peritonitis…
FIN

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